
Esta estructura no fija hace que una serie de "momentos" se impongan para comprender los factores que influyen en el cambio.
El proceso parece simbolizarse con una espiral ininterrumpida de percepciones e introcepciones que están sujetas a actualizaciones de sentido constantes.
Al parecer un sinfín de eslabones casi indiferenciados al sólo efecto de un mismo proceso: el yo.
Entonces, los instantes siguen estando allí sin ocupar más que el espcio de un simple fotograma de una antigua película.
Sin embargo, el análisis de la propia experiencia permite diferenciar, discriminar el valor del instante.
Digamos que en un curso normal, las modificaciones son imperceptibles, casi cuánticas, se dan de instante en instante y la persona las va aceptando como si no hubiera modificación pero sabiendo que ese cambio es irrenunciable como la sucesión entrópica que va desde el nacimiento, a la maduración y a la muerte. Es decir: la evolución como el proceso mismo.
En contraposición y paralelamente, hay cambios que pertenecen y se dan dentro del proceso mismo, pero a diferencia de lo antes mencionado; el instante deja su relatividad y cobra entidad de absoluto.
El instante mismo parece condensar todo un proceso para modificar la entidad.
Situación que puede resumirse así: A la evolución normal se le suma una revolución, una vuelta más -si se quiere- que modifica el resultado.
Entonces, en y por ese mismo instante, lo que venía siendo, no es más. Eso será el cambio de sentido: la reestructuración que provocará el cambio o resolución.
Ahora vayamos a esta última palabra: resolución que habla de decisión, determinación y coraje. Por contener, en sí misma, la palabra solución, evoca en nosotros un alivio. Hace pensar en una tensión conflictiva y luego la visualización de una salida. Y sólo en un segundo paso podemos distinguir que las soluciones pueden ser positivas o negativas.
Y si a esa resolución la llamamos "cambio" la situación se complica. El cambio se lo asocia a renovación, se lo venera, se lo idolatra como si se tratase de una meta triunfal.
Cuando las cosas van mal, todos parecemos desear un cambio. Y si no podemos cambiar las circunstancias o las condiciones de vida; dado que todo es subjetividad, nosotros mismos pasamos a ser objeto de cambio.
Pero cuando llega el momento, la alteración de la identidad tan ansiada empieza a atemorizar. Entonces el cambio es percibido -aunque generalmente negado y casi siempre actuado- como una amenaza.
Lo cierto es que las personas empezamos a intuir que no se pueden preveer todos los resultados. El cambio no tiene garantías. Siempre el salto es al vacio, hacia la nada que es lo desconocido. El temor de equivocarnos, de perdernos, de que no haya marcha atrás nos enfrenta a la incertidumbre, que es lo califica la vida del hombre como existencia, condenado a tomar decisiones en la más completa ignorancia a pesar de sus conocimientos.